LEO LA PALABRA (Marcos 9, 2-10)
Seis días después, Jesús se fue a un monte alto, llevando con él solamente a Pedro, Santiago y Juan. Allí, en presencia de ellos, cambió la apariencia de Jesús. Sus ropas se volvieron brillantes y blancas, como nadie podría dejarlas por mucho que las lavara. Y vieron a Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro le dijo a Jesús:
–Maestro, ¡qué bien que estemos aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Es que los discípulos estaban asustados y Pedro no sabía qué decir. En esto vino una nube que los envolvió en su sombra. Y de la nube salió una voz:
–Este es mi Hijo amado. Escuchadle.
Al momento, al mirar a su alrededor, ya no vieron a nadie con ellos, sino sólo a Jesús.
Mientras bajaban del monte les encargó Jesús que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado. Así que guardaron el secreto entre ellos, aunque se preguntaban qué sería eso de resucitar.
MEDITO LA PALABRA
Esta semana ha nevado y hace mucho frío. No me resisto a subir esa montaña tan familiar y tan maravillosa, por otra parte. Busco un poco de soledad y tal vez un paisaje nuevo y blanco.
Preparo todo y salgo de casa. A los 20′ estoy en la base del monte y comienza mi tarde de excursión. Comienzo a subir y veo la ciudad allá abajo: aún se oyen sus ruidos, y se intuye la vida de la gente que va y viene. Sigo subiendo despacio, sin prisa. Noto la brisa en la frente y el cuerpo que tira para abajo, como dándose por vencido antes de tiempo.
Escucho el viento, percibo cómo mece las ramas a mi paso…también un par de pájaros medio asustados. Mientras voy ascendiendo pienso en mí y en lo bien que se está allí: yo, la montaña y Dios en mis pasos. Ahí justamente: en mis botas va Dios, tan inútil y tan necesario.
Abajo, el ajetreo, la fatiga permanente de quien busca trabajo, de la madre con sus niños, del profe en su clase, del pobre en su acera… Abajo, también, la idolatría…la mentira, el engaño.
Llego por fin a la cima, y se me descubre el refugio -un caserón seguro a base de piedra- el pinar, un pequeño rebaño que pasta, la zona de juegos… Acabo de llegar y tengo ganas de tumbarme en un banco de piedra. Entonces cierro los ojos y percibo todo. Siento también que Dios me percibe, con cariño, a pesar de mis fallos, de mi pecado: «Tú eres mi hijo». Y siento que nada más necesito: solo escuchar en mi corazón esta palabra que sana.
En un monte, Yahvé detuvo la mano de Abrahám contra Isaac, su único hijo, y Dios le prometió una descendencia sin límite. Abraham fue un hombre obediente a Dios: confió hasta límites increíbles. A un monte, Jesús subió con Juan, Santiago y Andrés, y les hizo partícipes de su condición de «Hijo» y les mostró la gloria de su Padre-Dios. Jesús obedeció hasta la muerte en cruz. Esa obediencia le llevo a la vida y nos abrió a todos su Reino bendito.
Sé que debo bajar: que este no es mi lugar permanente. Allá abajo está la vida, el mundo, y mis hermanos. Bajaré y en el nombre de Dios los amaré, como a hijos del mismo padre, y hermanos queridos que también son.
Te he encontrado. O mejor aún: Tu me has encontrado.
Aunque siempre intento huir de Ti, hoy me has atrapado.
Y es entonces que todas mis defensas se caen y te dejo hablarme.
Y así, dejo de ponerte y ponerme excusas…
Aquí me tienes. Agradecido del encuentro. Dispuesto a caminar…
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