En una reunión familiar, un célebre actor dramático fue solicitado para hacer una demostración de su talento y de su arte. El actor aceptó y pidió que alguien sugiriera el pasaje que iba a recitar. Un clérigo, también miembro de la familia, sugirió el salmo del Buen Pastor (salmo 23). El actor aceptó, con una condición: que el sacerdote recitara, después de él, el mismo salmo.
-No soy orador -se disculpó el sacerdote-, pero ya que usted lo desea, lo haré.
El actor recitó el salmo magníficamente. Su voz y su dicción fueron perfectas. Todos estaban pendientes de sus labios. Al terminar su “actuación” estallaron calurosos aplausos.
Entonces lo tocó recitar el salmo al clérigo. Su voz sonaba un tanto áspera y su dicción algo entrecortada. Pero las palabras brotaban como si estuvieran vivas, y el ambiente parecía embargado por un misterio espiritual. Cuando acabó, siguieron unos momentos de silencio reverente; a algunos les asomaban las lágrimas.
El actor se puso en pie y dijo con voz emocionada:
-Yo he llegado a vuestros ojos y oídos; pero nuestro sacerdote ha llegado hasta vuestros corazones.
La razón es, sencillamente ésta: yo conozco el salmo; ¡pero él conoce al Pastor!
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