LEO LA PALABRA
Muchos han emprendido la tarea de escribir la historia de los hechos sucedidos entre
nosotros, tal y como nos los enseñaron quienes, habiendo sido testigos presenciales desde el
principio, recibieron el encargo de anunciar el mensaje. Yo también, excelentísimo Teófilo, lo
he investigado todo con cuidado desde sus comienzos, y me ha parecido oportuno escribirte
estas cosas ordenadamente para que compruebes la verdad de cuanto te han enseñado.
Jesús volvió a Galilea lleno del poder del Espíritu Santo, y su fama se extendía por toda la
región. Enseñaba en la sinagoga de cada lugar, y todos le alababan.
Jesús fue a Nazaret, al pueblo donde se había criado. Un sábado entró en la sinagoga,
como era su costumbre, y se puso en pie para leer las Escrituras. Le dieron a leer el libro del
profeta Isaías, y al abrirlo encontró el lugar donde estaba escrito:
“El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha consagrado
para llevar la buena noticia a los pobres;
me ha enviado a anunciar libertad a los presos
y a dar vista a los ciegos;
a poner en libertad a los oprimidos;
a anunciar el año favorable del Señor.”
Luego Jesús cerró el libro, lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó. Todos los
presentes le miraban atentamente. Él comenzó a hablar, diciendo:
–Hoy mismo se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros.
MEDITO LA PALABRA
Nos gustaría que el Espíritu de Jesús estuviera presente en toda la tierra; sobre todo en este panorama triste de Haití. Nos gustaría que el mismo Espíritu hiciera que nosotros nos convirtiéramos en personas capaces de dar vida a nuestro alrededor: curando, sirviendo en lo pequeño…cuidando de todos. El siguiente relato nos puede inspirar.
El sacerdote anunció que el domingo siguiente vendría a la iglesia el mismísimo Jesucristo en persona
y, lógicamente, la gente acudió en tropel a verlo. Todo el mundo esperaba que predicara, pero él,
cuando fue presentado, se limitó a sonreír y dijo: «Hola». Todos, y en especial el sacerdote, le ofrecieron
su casa para que pasara aquella noche, pero él rehusó cortésmente todas las invitaciones y dijo que
pasaría la noche en la iglesia. Y todos pensaron que era muy apropiado.
A la mañana siguiente, a primera hora, salió de allí antes de que abrieran las puertas de la iglesia. Y
cuando llegaron el sacerdote y el pueblo, descubrieron horrorizados que su iglesia había sido profanada:
las paredes estaban llenas de «pintadas» con la palabra «¡CUIDADO!» No había sido respetado un solo
lugar de la iglesia: puertas y ventanas, columnas y púlpito, el altar y hasta la Biblia que descansaba
sobre el atril. En todas partes, ¡CUIDADO!, pintado con letras grandes o con letras pequeñas, con
lapicero o con pluma, y en todos los colores imaginables. Dondequiera que uno mirara, podía ver la
misma palabra: «¡CUIDADO, cuidado, Cuidado, CUIDADO, cuidado, cuidado…!»
Ofensivo. Irritante. Desconcertante. Fascinante. Aterrador. ¿De qué se suponía que había que tener
cuidado? No se decía. Tan sólo se decía: «¡CUIDADO!» El primer impulso de la gente fue borrar todo
rastro de aquella profanación, de aquel sacrilegio. Y si no lo hicieron, fue únicamente por la posibilidad
de que aquello hubiera sido obra del propio Jesús.
Y aquella misteriosa palabra, «¡CUIDADO!», comenzó, a partir de entonces, a surtir efecto en los
feligreses cada vez que acudían a la iglesia. Comenzaron a tener cuidado con las Escrituras, y
consiguieron servirse de ellas sin caer en el fanatismo. Comenzaron a tener cuidado con los
sacramentos, y lograron santificarse sin incurrir en la superstición. El sacerdote comenzó a tener
cuidado con su poder sobre los fieles, y aprendió a ayudarles sin necesidad de controlarlos. Y todo el
mundo comenzó a tener cuidado con esa forma de religión que convierte a los incautos en santurrones.
Comenzaron a tener cuidado con la legislación eclesiástica, y aprendieron a observar la ley sin dejar de
ser compasivos con los débiles. Comenzaron a tener cuidado con la oración, y ésta dejó de ser un
impedimento para adquirir confianza en sí mismos. Comenzaron incluso a tener cuidado con sus ideas
sobre Dios, y aprendieron a reconocer su presencia fuera de los estrechos límites de su iglesia.
Actualmente, la palabra en cuestión, que entonces fue motivo de escándalo, aparece inscrita en la parte
superior de la entrada de la iglesia, y si pasas por allí de noche, puedes leerla en un enorme rótulo de
luces de neón multicolores.
Anthony de Mello. LA ORACION DE LA RANA 1. Ed. Sal Terrae. Santander 1988
REZO CON LA PALABRA
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