No fue fácil el camino. A veces creíamos que éramos unos locos, y que no íbamos a llegar a ninguna parte. Caminábamos sin rumbo fijo, por lugares desconocidos y desérticos; no teníamos más hogar que la intemperie. Nuestro destino fue una remota aldea en un remoto país. En las afueras, para ser exactos, en una casa de pobres. Un niño frágil y pequeño que luchaba por soportar aquel frío nocturno e invernal. Jamás hemos visto tanta luz como en su rostro. En el suyo, en el de sus padres, ¡toda la estancia brillaba ante nuestros ojos!
Y allí lo comprendimos todo. Dejamos de mirar al cielo, porque el cielo estaba ya a nuestros pies. El Dios al que buscábamos arriba, el Dios humano, amigo de los hombres, dador de sentido y de vida a la pobre realidad terrena. Estaba con nosotros, aquí abajo. El era la luz. Era el amor más grande, capaz de romper todos los esquemas humanos. ¡La vida entera estaba prendida en aquella criatura! ¡Había merecido la pena nuestro camino!
Nos quedamos allí, ¡cómo no! Y nos empapamos de aquella luz, y nos dejamos transparentar por ella. Y nos hicimos sencillos y nos desprendimos de todo cuanto llevábamos, lo presente y lo futuro. Nada era tan valioso como aquel hallazgo. ¿Qué más podíamos pedir, si ya lo habíamos encontrado todo? él nos llenó la vida, nos la cambió, nos hizo los seres más ricos en todo el universo.
Pero pronto abandonamos aquel lugar: sentimos la necesidad vital de contar a todos nuestra experiencia, de volver a nuestra tierra, con nuestra gente, que andaba metida en mil problemas, entregando su suerte a mil dioses, que no podían hacer nada por ellos. Habíamos visto al Señor, habíamos descubierto el sentido de la vida y de las cosas, nos llenamos de fuerzas y esperanzas, de ilusión y de ganas por hacer una realidad nueva. Perdiéndolo todo lo alcanzamos todo.
Deja un comentario